Lo que pasó con los Anabaptistas

Al principio de este libro, comparamos a los anabaptistas con Sansón. En los capítulos subsecuentes vimos la gran fuerza por medio de la cual pasaron sus pruebas. Pero vimos también los errores que cometieron y cómo, en menos de cien años, la gran fuerza que tenían se les fue y su movimiento empezó a marchitarse. A mediados de los 1500s, la reforma europea se había acabado definitivamente.

Ulrico Zwinglio, peleado con Lutero e incapaz de conseguir ayuda de Estrasburgo, se volvió al rey de Francia y al Duque de Venecia, para ver si lo ayudaban. Pero nadie respondió y las tropas católicas de los “cantones del bosque” de Suiza, atacaron Zúrich. En la batalla de Kappel, al sur de la ciudad, Zwinglio murió agarrado de su espada el 11 de octubre de 1531. En 1543, Sebastián Frank murió solo en Basilea. El 18 de febrero de 1546, murió Martín Lutero. Por varios años ya, había estado amenazando con abandonar la ciudad de Wittenberg, que él llamó una “madriguera de ladrones, prostitutas, y pillos.” Enfermo de reumatismo, se había vuelto un viejo malhumorado. Estaba enojado con su iglesia protestante por vivir vidas impías, y enojado con el resto (católicos y anabaptistas) por oponérsele. Pasó sus últimos meses escribiendo los libros Contra los anabaptistas, Contra los judíos, y Contra el papado de Roma, fundado por el Diablo. Después de un viaje en medio de la nieve a Eisleben, para poner fin a una disputa entre los condes de Mansfeld, Lutero se enfermó y murió en la noche.

El rey Enrique VIII, reformador y fundador de la iglesia de Inglaterra, murió en Londres el 28 de enero de 1547. No mucho antes de eso, había mandado decapitar a Catalina Howard, su reina de veinte años y casi última esposa (de seis).

Cuatro años después, Martín Bucer, el reformador de Estrasburgo, también murió en Inglaterra. Sus últimos años estuvieron llenos de escándalos morales y de contiendas. Felipe de Hesse, el príncipe alemán protector de la Iglesia protestante (para quien Pedro Rideman escribió su confesión de fe) tenía muchos problemas matrimoniales. Martín Bucer, usando el Antiguo Testamento, finalmente convenció a Lutero y a Melanchton de que Felipe podía tener dos esposas. Pero los tres reformadores mintieron acerca de ello y sólo trajeron reproche sólo sí mismos. Luego, bajo las órdenes del Emperador Carlos V del Sacro Imperio Romano, Martín Bucer ideó un plan para reunir a los protestantes de nuevo con la Iglesia Católica Romana. Sus esfuerzos fallaron y su intento fracasó. Perdió amigos de ambos bandos y finalmente fue expulsado de Estrasburgo. En 1556, Pedro Rideman1 murió lejos en las montañas carpacianas de Eslovaquia. Y poco después de navidad, Peregrino Marpeck murió en Augsburgo, Baviera. Antes de su muerte, hizo un último viaje recorriendo Württemberg, Estrasburgo, Sankt Gallen, los Alpes y Austria. En todo lugar a donde fue, encontró grupos anabaptistas contendiendo unos con otros, excomulgándose y evitándose unos a otros. Les rogó a los hermanos que no excomulgaran tan rápidamente y que no hicieran reglas acerca de cómo vivir en comunidad de bienes. Pero sólo unos pocos prestaron atención.

Luego, el 31 de enero de 1561, Menno Simons murió en Wüstenfelde, Holstein, viudo, minusválido, con artritis y grandemente desilusionado ante su dividida iglesia.

Tres años después, murió Juan Calvino en Génova. Los últimos años de Calvino se dificultaron bastante. Jerónimo Bolsec, un miembro influyente de su iglesia, se le opuso en público, diciéndole que su doctrina de la predestinación convertía a Dios en el autor de la maldad. Calvino lo desterró y luego quemó a otro oponente suyo en la estaca, a Miguel Servetus. El cristianismo reformado de Calvino ya se había dispersado por toda Francia, pero sus seguidores lo avergonzaron en 1560, tratando de secuestrar a un rey de dieciséis años (el rey Francis II, hijo de Catalina de Médici y esposo de María Stuart, reina de Escocia). Este incidente, entre otros, provocó una guerra de treinta y seis años entre la iglesia de Calvino y los católicos romanos. Juan Calvino, enfermo y afligido por la guerra (que él apoyó), murió antes de que los protestantes sufrieran la gran derrota en la masacre de Bartolomé. Dirk Philips murió en Het Falder, Frisia, en marzo de 1568. Excomulgado por Leenaerdt Bouwens y por la iglesia menonita de Frisia, dijo que ya no se preocupaba porque él ya no los consideraba iglesia ni hijos de Dios.

Gaspar Baraitmichel, Pedro Walbot Leopoldo Scharnschlager, Ulrico Stadler y el resto de los anabaptistas citados en este libro murieron antes del fin del siglo dieciséis. Para entonces la situación en Europa y el resto del mundo comenzó a cambiar. La España Católica y sus aliados Habsburgo estaban llenando sus cofres con oro del Nuevo Mundo. Las cuestiones de religión tomaron un lugar secundario puesto que estaban surgiendo cosas mucho más grandes y emocionantes como la conquista y el comercio. Inglaterra y Holanda se volvieron potencias. Los turcos otomanos seguían avanzando hacia el sur.

Huyendo de la persecución

Al cambiar el enfoque de atención en Europa, los anabaptistas se dividieron en muchos grupos muy pequeños, y el número de anabaptistas declinó rápidamente. El mundo dejó de temerles y en vez de ejecuciones públicas, la persecución se redujo a multas y castigos por el estilo.

En el sur de Alemania los jesuitas siguieron adelante tranquilamente con la contrarreforma, hasta que no solamente los protestantes, sino que también prácticamente todos los anabaptistas de la región regresaron al catolicismo romano. En los valles de Suiza los anabaptistas se refugiaron en tres “bolsas de seguridad”: las montañas Horgen al oeste del lago Zúrich, la región Jura, y el Palatinado. En Holanda, los anabaptistas obtuvieron tolerancia religiosa, sólo tenían que pagar impuestos especiales y construir sus casas de reunión detrás de edificios, para que no se vieran. En este aislamiento prosperaron económicamente y varios de ellos llegaron a ser banqueros, comerciantes y balleneros. Para mediados de los 1600s, ya eran dueños de acciones importantes de la Compañía Holandesa del Este de la India.

Huyendo de Suiza

Lo que ocurrió con los anabaptistas es una historia larga y complicada. La ilustraré sólo contando acerca de mi propia familia (Huber/Hoover), que huyó de Suiza. Cualquier otra persona que descienda de los anabaptistas, puede hacer lo mismo, puesto que ocurrió más o menos lo mismo con todas las familias anabaptistas. Mis ancestros Huber se convirtieron en la primera ola del avivamiento anabaptista en Europa central. Los protestantes ejecutaron a Ulrico Huber de Signau en Bern, en 1538. Johannes Huber, un zapatero de Braunöken, fue arrestado en 1542 en Wasserburgo, Baviera. Fue atado a la estaca, y estaba consciente todavía después de que el fuego había quemado su barba y cabello. El magistrado que presidía le ofreció que podía retractarse e ir de vuelta con su familia. Pero él rehusó y murió.

Los Huber siguieron siendo anabaptistas. Casi al final del siglo dieciséis, cuando miles apostataron, ellos guardaron la fe, pero tenían miedo de los Täuferjäger y se fueron a los Alpes. Algunos escogieron irse a las alturas nevadas de Horgerberg, varios miles de pies sobre el lago Zúrich. Evitaban bajar a la montaña. Amigos de ellos, les hacían favor de encargarse de sus asuntos o ser intermediarios en sus negocios. Pero sus dos predicadores, Hans y Heini Landis2, fueron aprehendidos en 1589. Diecinueve años después Hans Landis y el diácono Jacob Isler fueron arrestados otra vez y escaparon. En ese tiempo, cerca de cuarenta anabaptistas se reunían en los bosques y graneros para tener cultos secretos en el área de Horgen.

En 1613 Hans y Jacob junto con otros cuatro varones fueron arrestados y tuvieron que enfrentar el destierro o la esclavitud. Algunos de ellos escaparon y huyeron de la prisión de Solothurn a su casa otra vez. Luego los hombres de Zwinglio aprehendieron a Hans Landis otra vez y finalmente lo decapitaron el 29 de septiembre de 1614.

En 1637, el gobierno de Zúrich arrestó a todos los que pudieron de la congregación de Horgen en una gran “redada anabaptista.” Confiscaron sus propiedades y pusieron a todos en Zúrich hasta 1640. Hans Huber fue arrestado otra vez en 1654. Luego todos se fueron y la iglesia de Horgen desapareció.

Otras congregaciones suizas hostigadas por los descendientes de Zwinglio permanecieron escondidas en otras regiones más alejadas. Pero eventualmente todos los anabaptistas que rehusaron conformarse a la iglesia estatal escaparon a Alsacia, el Kurpfalsz, o a Holanda y Estados Unidos. Los últimos anabaptistas no conformistas en abandonar Suiza fueron los de Sonnenberg.

La congregación de Sonnenberg, escondida en las montañas de Jura, existió por siglos en aislamiento, cultivando tierra no muy fértil con poca agua. Confeccionaban su propia ropa y construían sus propios graneros en lugares secretos, especialmente para sus reuniones. En el invierno la congregación se reunía en cuartos en el piso de arriba en las casas de los miembros. Allí cantaban del Ausbund, comían sopa de chícharo y tomaban café con leche. En los 1800s, todos sus miembros conservadores se fueron a Kidron, Ohio.

Los anabaptistas que se quedaron en Suiza dejaron de evangelizar y de hacer prosélitos. Aceptaron el servicio militar no combatiente, y la última congregación en Emmental, decidió unirse a la Iglesia Reformada Suiza en 1947 sólo para no pagar impuestos.

Huyendo de Alemania

Jacob Huber huyó de Suiza a Alemania en los 1600s. Allí se estableció con su familia. El movimiento anabaptista había pasado por allí doscientos años atrás. Pero la persecución y la Guerra de los Treinta Años ya casi lo habían extinguido. La guerra había devastado la tierra. Los gobernantes, anhelando restablecerse, invitaron a los anabaptistas a que se establecieran allí. Decidieron tolerarlos por causa de su industriosidad y arduo trabajo, a pesar de que antes los habían matado. Los anabaptistas mostraron su gratitud para con ellos a través de no hacer de su fe algo como un espectáculo tan público como antes.

Los inmigrantes de Suiza se concentraron en el Kurpfalsz. Cientos y cientos emigraron, familias grandes con bebés y con carga en sus espaldas y algunos que se burlaban de dormir en camas y dormían en pilas de paja en el piso. Los hombres llegaron con sus ropas oscuras y con sus barbas “anabaptistas.” Sus mujeres, con velos negros colgantes, sólo hablaban el dialecto de las montañas de Suiza.

Pero no les fue bien. Felipe Wilhelm, el que había invitado a los anabaptistas, huyó de una invasión francesa y murió en Viena. Su hijo era un católico estricto y demandó grandes “honorarios de protección” de parte de los suizos. Entonces llegaron las noticias de los Estados Unidos de William Penn, donde la gente podía vivir en los bosques libremente. Para los anabaptistas, tal lugar parecía demasiado bueno como para ser verdad, un lugar casi tan deseable como el cielo. Para la primavera de 1717, trescientos de ellos se embarcaron en Rotterdam con rumbo a Filadelfia. Entre ellos se encontraba Jacob Huber, mi ancestro, con su hijo Ulrico y familia. Los Huber se establecieron en el Condado de Lancaster, Pennsylvania. Allí trabajaron muy duro. Nadie los molestaba. Se reunían en casas de madera para cantar himnos del Ausbund y sus problemas de Europa se volvieron una leyenda en las mentes de sus hijos mientras que se relajaban en ese nuevo lugar de prosperidad. En Estados Unidos, los anabaptistas dejaron de llamarse Schweizer Brüder (Hermanos Suizos) y adoptaron el nombre “menoni- tas.” Con la persecución fuera de su situación e imagen mental, con dinero en sus bolsas, y con grandes y vastos terrenos a su nombre, conservaron algunas formas anabaptistas. Pero su celo de traer a otros a Cristo se apagó y se contentaron con ser los callados y calmados sobre la tierra.

Aun así, les fue un poco mejor que a los que se quedaron en Europa. En Alemania, los anabaptistas no sólo perdieron su celo por evangelizar. También perdieron su separación del mundo y su no resistencia. En la Primera Guerra Mundial, unos pocos jóvenes menonitas optaron por el servicio militar no combatiente. Pero en la Segunda Guerra Mundial, apoyaron a Hitler de todo corazón.

Huyendo de la democracia

La Guerra Revolucionaria de EEUU vino sobre mis ancestros Huber que se hallaban cómodamente establecidos en West Manchester Township, condado de York, Pennsylvania. El hijo de Jacob Huber, Ulrico Huber, se casó con Bárbara Schenk y compró un terreno allí. Pero los Huber no confiaban en el nuevo gobierno de los Estados Unidos. Temían que podían perder sus privilegios y su libertad religiosa. Entonces Jacob Huber y su hijo David viajaron a caballo a Canadá. Cruzaron el río Niágara y avanzaron por la orilla del Lago Erie por tierras Iroqués por territorio virgen, hasta llegar a un área de árboles de arce con muchos brotes de agua. Firmaron las escrituras que les otorgaban 2,500 acres de propiedad a la orilla del lago en ambos lados de Stony Creek entre Selkirk y Ontario. Dos años después, Jacob Huber, con seis hijos casados y tres hijas casadas, llegó para establecerse allí como su hogar. Lejos de Suiza y lejos de la visión de Johannes Huber, que no se rendiría ante la estaca, los Huber fueron los primeros pobladores en esta parte de Norte América. Los registros locales dicen que se hallaban entre “los más respetados y sustanciales caballeros del Condado de Haldimand.”

Jacob Huber murió en 1810 a la edad de ochenta y un años. Lo sepultaron detrás de la pequeña casa de reunión menonita como Hoover (El nombre Huber se anglicó como Hoover).

La huida de la antigua orden

Los anabaptistas, ahora respetados en vez de perseguidos, ahora mejorando la economía del mundo en vez de poner al mundo de cabeza, aprendieron a ser “la gente agradable” entre sus vecinos indios e ingleses. Le gustaban al mundo, y no pasó mucho tiempo antes de que el mundo les gustara a ellos también.

El hijo de Jacob, David Huber, se enamoró de Elisabeth Brech, una inmigrante católica. Ella se unió a los menonitas sólo para casarse con él y fue la madre de once hijos. Jacob fue el diácono en 1838 y vivió con su familia en la primera casa de los Huber, hecha de troncos y tablas taladas a mano. Su cuarto hijo, Peter Hoover (mi bisabuelo), fue uno de los pocos descendientes que permaneció menonita.

De hecho, Peter Hoover no sólo permaneció menonita. Se convirtió en un menonita de la Antigua Orden, es decir, un guardián de lo poco que había por rescatar de la tradición anabaptista: el idioma alemán, las reuniones sencillas, y la ropa modesta. Esto ocurrió así: Pedro tenía una pequeña barca. Se la dieron dos jóvenes que huyeron para escapar del servicio militar durante la Guerra Civil. Peter amaba navegar en su barca. También amaba cantar y tocar el violín furtivamente hasta que su papá se lo quemó. Además amaba bailar, hasta que un día fue a la casa de su vecino. Por la ventana, vio antes de entrar lo que le parecían demonios saltando y dando volteretas en el baile. Se volvió, se fue a casa y decidió mejor “quedarse menonita sencillo.”

Varios años después se casó con María Wideman de la colonia menonita de York del norte (ahora Toronto). Peter y María no llevaban mucho tiempo de casados cuando el “Gran Despertamiento” de D.L. Moody dio con ímpetu en la iglesia menonita. De pronto, varias innovaciones como las reuniones de oración, las reuniones de avivamiento, el movimiento de la temperancia, los campamentos y picnics de la iglesia, la ropa lujosa, la política, las sociedades misioneras extranjeras, y mucho más, amenazaban con absorber a su pequeña y tranquila iglesia en la orilla del río. Peter y María entonces rechazaron su membresía y empezaron a reunirse con otras fa- milias para llegar a ser una congregación Menonita del Antiguo Orden. Freeman Rittenhouse fue su obispo. No es que Peter se opusiera a una espiritualidad mayor. Se oponía a la pérdida repentina de lo que él pensaba que era la tradición cristiana de sus antecesores: la fe del Ausbund y del Martyrs Mirror. “Je mehr gelehrt, je mehr verkehrt,” (“Entre más preparado, más perverso”) era una de sus frases favoritas. Así que en vez de ir a la Escuela Dominical y a las reuniones de avivamiento, él construyó un nuevo granero, una nueva casa de ladrillo rojo, y una nueva casa de reunión en su granja. La llamaron la Iglesia Menonita Rainham.

Huyendo de la urbanización

Los menonitas de la Antigua Orden en el lago Erie no duraron mucho tiempo. Las grandes ciudades estaban muy cerca. Los teatros y los salones de baile eran demasiado atractivos. Y con la llegada del automóvil, todas las granjas que se hallaban a la orilla del lago, llegaron a ser playas y parques de juego. La hija mayor de Peter, Amelia Hoover3, se quedó soltera por muchos años. Margaret y Elisabeth murieron. Charity Hoover se casó con un “hombre del mundo.” Sólo Ana María y Menno, el hijo menor de Peter, hallaron parejas y tuvieron hijos que permanecieron dentro de la tradición anabaptista (María Ana Hoover Helka y uno de sus hijos, un varón soltero, fueron los últimos menonitas de la Antigua Orden en el área).

Peter y María, junto con otros pocos, incluyendo a su hijo Menno, se fueron al Condado de Waterloo en Ontario en los 1920s, para “huir del mundo.” Los familiares que dejaron atrás en el área de Rainham, gradualmente se conformaron a la sociedad canadiense alrededor de ellos.

En 1979 asistimos a una reunión familiar en la casa de reunión menonita en la granja de mis abuelos. Un ministro protestante (un 3 Cuando Amelia finalmente se casó, llegó a ser la esposa de Menno Sauder, el publicador independiente de “La Misión Profética Elmira.” Tuvieron un hijo adoptivo de Rusia. descendiente Hoover) de Tonawanda, Nueva York, tuvo la charla principal. Usando un acróstico, habló acerca de nuestra familia:

H ospitable Neighbours (Vecinos hospitalarios)
O pportunistic businessmen (Hombres de negocios oportunistas)
O riginal Settlers (Colonizadores originales)
V enturesome pioneers (Pioneros arriesgados)
E nergetic farmers (Granjeros vigorosos)
R eligious plainsfolk (Gente religiosa sencilla)

Oyendo al descendiente de Jacob Huber, vestido con jeans y con una camiseta detrás del púlpito, me maravillé de qué tan bien resumió la suerte de los anabaptistas en Los Estados Unidos: la religión en último lugar, y eso, sólo consistente en “ser sencillos.” Luego otro familiar cantó “Bajo Sus Alas” y trajeron del sótano la gran Biblia Huber cubierta de madera. Me pidieron que leyera de ella. Ninguno de mis familiares en esa reunión (salvo mi propia familia) entendió el texto alemán que leí. Pero cuando terminé, hubo un gran aplauso.

Además de mi madre, la señora Lanson Jones (de los Hermanos en Cristo) era la única mujer con un velo sobre su cabeza en esa reunión. Mary Jones, un alma fiel, no sólo usaba un velo, sino también una gorra negra sobre ella, atada debajo de su barbilla. Después de hablar con ella, conocí al nuevo hombre de una de mis primas. Se había divorciado del primero. Había crecido en la granja cerca del lago. Ahora usaba un vestido de sólo dos piezas: una blusa cortada que dejaba ver varias pulgadas de estómago entre esta y su otra pieza de ropa: sus “shorts”.

La última vez que visité Rainham antes de mudarme a Latinoamérica, fue en 1981. Había nieve sobre el cementerio. Oyendo a la música del oleaje, me paré por un tiempo frente a la tumba de Jacob Huber. Su bisabuelo, también llamado Jacob, huyó de Suiza en los 1690s. Los bisabuelos de ese Jacob Huber eran anabaptistas que fueron quemados en la estaca y que jamás negarían su fe. Lue- go manejé, pasando por la granja A.E. Hoover y por varias chocitas, en quietud en la nieve.

La huida de la gente sencilla

Después de llegar al Condado de Waterloo, mis abuelos Hoover se unieron a la rama más tradicional de los menonitas del Antiguo Orden: el grupo de David Martin. El obispo, quien estaba en contra de puertas reflejantes, baños dentro de la casa, y graneros pintados, rehusó comprar semillas del oeste de Canadá después de enterarse de que era cosechada con máquina.

En los 1950s, el grupo de David Martin se dividió. Menno Hoover y varios de sus hijos casados (incluyendo a mis padres Anson y Sara Hoover) salieron de ese grupo y establecieron uno nuevo. Lo llamaron “Iglesia Menonita Ortodoxa.” Ellos construyeron una nueva casa de reunión y eran todavía más conservadores que el grupo de donde salieron. Menno Hoover plantó árboles de arce alrededor de la casa de reunión, pero algunos hermanos preocupados le amonestaron en contra de ello, diciéndole que sólo las iglesias mundanas hacían eso. Así que quitó esos árboles y plantó los acostumbrados de pícea. Eventualmente, lo sepultamos entre esos árboles. Entre los menonitas ortodoxos aprendí la lengua y la historia de los anabaptistas, y me familiaricé con sus escritos. Llegué al arrepentimiento y la fe entre ellos. Pero al buscar ser bautizado siendo adolescente, tuve que salir e ir a un grupo menonita más progresivo.

¿El fin de la huida?

Varios años después de dejarlos, regresé con dos amigos para visitar la iglesia menonita ortodoxa. Sus jóvenes se habían reunido cerca de Linwood, Ontario. Varias carretas de acero se habían abierto camino a la fuerza a través de la profunda nieve por la vereda. Gorros y rebozos yacían amontonados en una mesa en la casa de lavado. Vidrios bordeados con alambres, fuego en la cocinita de madera, ventanas sin cortinas y un calendario con su imagen cortada… todo en la cocina rodeado por rostros solemnes parecía mi hogar. “Wie geht´s?” nos dijeron, al saludarnos tímidamente, no esperando una respuesta. Unos pocos de mis familiares me saludaron cautelosamente, pero la mayoría de ellos no tenía nada que decir. Luego, de regreso, dejamos atrás la vereda nevada y estrecha, la tierra de labor, los caminos sinuosos y los bosques negros del Condado de Waterloo, para unirnos al pesado tránsito en la carretera Mac-Donald-Cartier para Toronto.

A minutos de las curvas de la carretera y zumbando nuestras llantas sobre el concreto canadiense, llegamos a la Iglesia Menonita Wideman. Fundada por mis ancestros Wideman (anabaptistas de Baden-Württemberg, al sur de Alemania), ésta es una de las congregaciones del sureste de Ontario que las ciudades grandes amenazan con hundir. Menos de la mitad de las bancas estaban llenas. Se veían rostros arrugados y pasos tambaleantes… casi todos eran viejos. Los pequeños velos cubrían el cabello plateado de algunas pocas ancianas. Por aquí y por allá vi “vestidos de capa” y “sacos sencillos.” La granja de mis abuelos que se hallaba por allí se había convertido en un campo de golf. La casa de reunión de Almira en esa granja fue fácil de conseguir. Otra casa de reunión, Altona, estaba allí antes, con las ventanas rotas, abandonada y luego preparada para ser el aeropuerto más grande de Canadá.

Esa noche hablé en la iglesia Widemancon con un joven de Toronto. Estaba muy emocionado por su recenté “conversión” y me pedía detalles acerca de los anabaptistas. Me contó que había llegado a la iglesia por medio de su novia en la Universidad. Ella, su novia “anabaptista” tenía el cabello corto, usaba pantalones y joyas, y él podía mantener su brazo alrededor de ella durante el servicio. Una hermana de la congregación hizo varios comentarios como la primera pastora menonita en Ontario.

Anabaptistas. ¡¿Anabaptistas?! Me senté en el asiento de atrás del coche, pensando profundamente mientras nos dirigíamos a Toronto esa noche. Anabaptistas, tal vez algunos de nombre, y algunos en la forma, pero… ¿anabaptistas de espíritu? Huyendo del mundo, huyendo de las ciudades, huyendo de peligros reales o ima- ginarios, huyendo de las modas, otros huyendo del legalismo muerto, huyendo ya por miles de años, pero tristemente alcanzados por todo aquello de lo que huyen.

En la pared de mi oficina tengo un gráfico de mis ancestros, trazando mi árbol genealógico hacia Suiza, Holanda y Alemania del sur. Debajo de ese gráfico se hallan dos fotografías: una de una casa de reunión de los menonitas del Antiguo Orden, y una de una reunión familiar cerca del lago en Ontario.

Esas fotos duelen. Duelen como las noticias que llegan a Costa Rica: “¿Oíste que Paul y Betty dejaron los menonitas?... Natán se fue de la casa y entró a la Universidad… Todos los hijos de Jake ahora pertenecen a esta secta.” Familiares, amigos, “convertidos” que algún día estaban felizmente entre nosotros, jóvenes con los que fui a la Escuela Bíblica, uno por uno se van. El movimiento anabaptista ya no puede mantenerlos allí. Se van y duele porque casi nadie regresa cuando se va.

No pienso que el dolor es personal. Yo mismo ya no soy parte de un grupo menonita tradicional. Más bien, me duele por aquellos que pierden sus distintivos anabaptistas y se van al mundo. He visto a la mayoría de mis amigos y parientes que dejan sus tradiciones anabaptistas tomar tradiciones inferiores de una sociedad con valores torcidos.

No, no volvamos. ¡Vayamos adelante con Cristo! Dejemos atrás todo y prosigamos a la meta del supremo llamamiento en Cristo Jesús. Dios nos ha llamado al cielo en Jesús: a un nuevo cielo y una nueva tierra donde mora la justicia. Antes de ser decapitado en Köln am Rhein en 1557, Tomás von Imbroich dejó este testimonio:

Estoy dispuesto y listo, tanto para vivir, como para morir. No me importa lo que me pase. Dios no me abandonará. Me siento consolado y animado ya aquí en la Tierra. Dios me da su seguridad amistosa y mis hermanos animan mi corazón.

La espada, el agua, el fuego, cualquier criatura que venga, no me atemoriza. Ningún hombre ni ningún otro ser podrá alejarme de Dios. Espero quedarme con lo que he escogido desde el principio. Toda la persecución de este mundo no podrá separarme de Dios.4

Tomás von Imbroich era un mensajero anabaptista y siervo de la Palabra. Él predicó, bautizó y estableció nuevas congregaciones. Escribió siete epístolas y una de las confesiones de fe anabaptistas más usadas. Cuando lo decapitaron, tenía 25 años. ¿Nos atrevemos a entregarnos a Cristo como él lo hizo? Si lo hacemos, el cristianismo estallará entre nosotros otra vez.

  • volver al indice