Una llamada a los descendientes de los anabaptistas

Este libro, con muchas citas de gente en peligro, en prisión, en la fila para ser muertos, no fue escrito para el placer de nadie. Fue escrito en problema y turbación, tal vez incluso para afligir a los que lo lean, porque es en medio de las tribulaciones y de la aflicción de espíritu que es posible tropezar en el tan problemático, angosto y casi desconocido camino que lleva a la vida eterna.

El camino a la vida es tan diferente de lo que esperamos que muchos de nosotros no lo reconocemos cuando apenas lo vemos. Es “irracionalmente” estrecho, duro y rasposo. La cruz es “irracionalmente” pesada y mucho más difícil de cargar de lo que nos pudiéramos haber imaginado. Casi toda la gente que conocemos (incluso la gente “respetable” y “balanceada”) se opone a ella. Pero en la profundidad de los problemas que nos trae el cargarla, llegamos a “conocer a Cristo, y la participación de sus padecimientos,” y en conocerle, descubrimos la vida eterna.

Han pasado casi ya cinco siglos desde que nuestros primeros antepasados anabaptistas salieron de las iglesias estatales. ¡Hemos sobrevivido! Todavía tratamos de vestirnos, hablar y vivir como anabaptistas, pero lo que nos ha llegado del tiempo de nuestros ancestros no es mucho.

Como nuestros ancestros refugiados, llegando a Filadelfia o a Buenos Aires, nos hallamos entre el equipaje tan preciado de nuestro pasado, mientras que miramos con insistencia a la nueva tierra que está delante de nosotros. Algunos se regocijan. Otros lloran. Enfrentamos un futuro incierto. ¿Tenemos lo que necesitamos? Muchos de los que llevamos nuestros apellidos anabaptistas con orgullo, Brubacher, Troyer, Amstutz, Graber, Kleinsasser, Schroeder, etcétera, hemos regresado en pensamiento y práctica al mundo.

Aquellos de nosotros que no hemos hecho eso, adhiriéndonos a las tradiciones y a la lengua de nuestros ancestros, nos hemos dividido en innumerables grupos pequeños. Algunos de nosotros le hablamos al mundo acerca de nuestro glorioso patrimonio y ascendencia. Otros se avergüenzan de nuestra reputación. Algunos se glorían en lo que hemos logrado mientras que otros desfallecen al ver cómo hemos fallado. Pero al igual que los inmigrantes recién llegados, tenemos poco tiempo para detenernos y meditar…

Algunos piensan que debemos de volver para “recobrar la visión anabaptista.” Pero no podemos volver. Tenemos que ir adelante a la perfección. Aunque pudiéramos volver, la visión de ellos no sería la nuestra. La visión es un asunto personal. ¡Dios tiene que abrir nuestros ojos!

Algunos glorificamos al movimiento anabaptista. Los anabaptistas no lo hicieron. Ellos se veían como nada ante un Dios tan glorioso. Algunos tratamos nuestra fe histórica y las tradiciones que nos han llegado como si fueran reliquias sagradas (“¡Cuidado de no romperlas!”) Ellos no lo hicieron. Su fe era original y la probaron en la práctica. Las innovaciones que los llevaron más cerca de Jesús estaban en demanda.

Profesamos ser los custodios del movimiento anabaptista. Pero nuestra apostasía y nuestras divisiones han devastado nuestra credibilidad. ¿Somos “verdaderos” anabaptistas, o sólo fingimos ser anabaptistas, como actores que desempeñan su papel en una obra teatral? Desde el punto de vista del mundo, nuestra profesión es débil… tal vez tan débil como la profesión de los católicos de ser los cristianos originales, o como la profesión de los judíos, de ser hijos de Abraham.

Pensamos acerca de nosotros como un pueblo “peculiar” y “especial.” Pero, ¿qué tal si no somos tan especiales como pensamos serlo? ¿Qué tal si el Señor abriera nuestros ojos y viéramos que no somos mejores ni diferentes del resto? ¿Podríamos vivir con eso? Ha llegado el momento de dejar de depender de nuestra “gloriosa herencia” que amenaza con llegar a ser la serpiente de bronce ante la que caigamos en vez de postrarnos ante Dios. Si nuestra he- rencia nos da un sentido de dignidad (nosotros somos los descendientes de los anabaptistas anabaptistas), estaríamos mejor sin ella. Ha llegado el tiempo de dejar de tambalearnos por estar haciendo bizcos, con un ojo en Cristo y un ojo en las estructuras eclesiásticas que hemos edificado, tratando de promover lo uno pero tratando de preservar lo otro a toda costa. Dios no aceptará tal doblez de mente tan empecinada.

Ha llegado el momento de regresar al patrón original: el de Cristo y los apóstoles, en vez de conservar los patrones que nos han llegado por herencia de nuestros ancestros. Cuando nos ponen a cortar vigas para levantar un granero, ¿qué nos dice el Shreiner (maestro carpintero)? ¿No nos dice que usemos solamente la primera viga como patrón para el resto? ¿Qué pasa si no lo hacemos?

Ha llegado el tiempo de dejar de manejar nuestras desgastadas tradiciones con la frugalidad alemana, arreglando, cosiendo, enmendando e insistiendo en pasarlas a la siguiente generación. Pero también ha llegado el momento para redescubrir y usar creativamente las muy buenas tradiciones que hemos perdido.

Luego, al calcular lo que necesitamos para hoy y anhelando una frohe Ewigkeit (feliz eternidad) 2, haremos bien en recordar que preservar nuestra manera de vivir no nos guardará a salvo. Ni tampoco el cambiarla. La respuesta no son más divisiones. Ni tampoco lo es un ecumenismo impío.

En 1907 los menonitas de Francia empezaron a publicar un escrito que llamaron Christ Seul (Sólo Cristo). Esa es la respuesta. Si nos volvemos a Cristo, Él edificará su reino de nuevo entre nosotros.

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