A los de “afuera”

Recuerdo que varias tardes nubladas, mientras que los adultos trabajaban en otra parte, nosotros los niños jugábamos en el patio de atrás de la casa. Aunque todavía no sabíamos inglés, nos vestíamos disfrazados como podíamos “de etiqueta,” fingiendo ser ignorantes y andar a la moda, y nos llamábamos die Stoltze (los orgullosos).

Así es como nosotros los niños menonitas del sur de Ontario aprendimos a pensar acerca de aquellos que no eran parte de nosotros. Después los empezamos a llamar por el término adulto: “los intrusos.” Y en años subsecuentes desde entonces, también hemos aprendido el significado de varios términos derogatorios más gentiles: “buscadores,” “convertidos,” y “nuevos cristianos.”

Si tú, una persona sin contexto anabaptista, has sentido algo de ese espíritu en este libro, lo siento. Si los términos, nombres e ideas anabaptistas te han dejado con la sensación de que eres un “intruso” o de que tú eres “de afuera” ahora mismo voy a corregir esa impresión. Voy a ir directo al “mundo” y mostrarte un hombre (un indio americano) que vivió y murió para Cristo. Seguir a Cristo y vivir en comunión con Él no es el privilegio exclusivo de gente suiza, alemana u holandesa con contexto anabaptista. Cualquier persona puede responder a Su llamado. Y gente de todo el mundo, de todas las formas de vivir, lo han oído y aún lo están haciendo.

Glikhikan, capitán del Clan Lobo Lenni Lenape, orador en el Concilio de Kaskaskunk, y un consejero principal del Gran Jefe Custaloga, creció aprendiendo a pelear. La tribu Lenni Lenape no eran una tribu particularmente guerrera, pero la violencia en la frontera americana convertía incluso a “hombres buenos” en grandes guerreros durante el siglo dieciocho.

Glikhikan creció hasta convertirse en un varón durante las guerras francesa e india. En los ataques en las hostiles colonias indias, él aprendió a manejar muy hábilmente su tomahawk (hacha india de guerra)… Con tres rápidos tajos, ya podía levantar el cuero cabelludo de su víctima en señal de triunfo.

Los Lenni Lenape aprendieron a respetar a Glikhikan y, como símbolo de su valentía, él inspiraba su imaginación. No sólo llegó a ser un líder en la batalla, también llegó a ser un gran orador. Hablaba en las fogatas del concilio con la sabiduría de los chamanes. Fue ese don de orador lo que llevó a Glikhikan en contacto con los “Túnicas Negras.”

Por muchos años ya, misioneros con túnicas negras de Quebec, se habían enfrentado a las dificultades de la frontera con tal de llevar la fe cristiana (católica romana) a los indios. Glikhikan estudió lo que ellos decían. Concluyó que los que decían los Túnicas Negras era verdad, pero que seguramente era el mensaje del Gran Espíritu para la gente del otro lado del mar. Por lo tanto, lo que los chamanes de los Lenni Lenape enseñaban, no debía ser cambiado por la fe “cristiana.”

La primera oportunidad que tuvo Glikhikan de tener un debate público con un Túnica Negra fue en Fort Venango, al noroeste de lo que ahora es Pennsylvania. El Túnica Negra era un sacerdote jesuita, y, a ojos de todos los indios presentes, Glikhikan lo calló por completo.

Tiempo después, aparecieron unos Túnicas Negras nuevos (misioneros del movimiento moravo). Entonces los Lenni Lenape llamaron otra vez a Glikhikan. Con un grupo de chamanes, viajó, anhelando el debate con ardor, para conocer a los intrusos en su campo en al río Allegheny.

Las cosas no eran como Glikhikan lo había esperado. En vez de una asquerosa frontera llena de franceses o ingleses americanos, él encontró solamente a indios como él mismo. En vez de ver a soldados flojos flirteando con las mujeres y vendiendo licor a los indios para embriagarlos, él halló a un grupo de gente industriosa que vivía en casas de troncos de madera. Las calles entre las casas esta- ban limpias. Las mujeres indias, vestidas con faldas bien largas y con su cabello amarrado debajo de un velo que ataban a su barbilla, cuidaban a sus niños, que tenían nombre extraños: Juana, María, Benigna, Gottlob, Israel, Miguel, etc.

Por todas partes, Glikhikan y sus hombres veían señales de orden y paz. El maíz y las calabazas crecían en sembradíos bien arreglados detrás de las casas de madera. Había herramienta de campo colgando de los porches en los techos. Y, cuando un grupo de varones, guiado por un señor a quien llamaban Antonio, vino a saludarlo y a invitarlo a una comida de amistad, Glikhikan se quedó sin habla. Esta religión no se parecía para nada a la de los Túnicas Negras de Quebec. Todos sus argumentos astutos y bien preparados contra esa religión ya no encajaban allí y entonces le dijo a Antonio que él hablara primero.

Antonio entonces habló acerca del Hacedor de todas las cosas y se sentó. Después de un gran momento de silencio, Glikhikan no sabía qué decir. Entonces le hizo a Antonio una seña de que hablara otra vez. Antonio entonces procedió con la historia del Hijo de nuestro Hacedor y cómo se dejó matar para poder dar vida a todos. Glikhikan contestó: “Creo tus palabras.” Luego se levantó con sus compañeros, quienes lo siguieron en silencio y regresaron al campo de los Lenni Lenape, varios días al sur.

Al volver, Glikhikan le pidió al Jefe Custaloga que invitara a los indios cristianos, junto con sus maestros, para que vinieran y les enseñaran a los Lenni Lenape cómo vivir. Él conocía muy bien las supersticiones, los vicios y la violencia que tenían esclavizada a su gente. Custaloga, un tanto vacilante, acordó hacerlo, y dentro de poco tiempo, ya había una aldea llamada Ciudad de Paz (Langunto Utenuenk en el idioma de los indios de Glikhikan y Friedensstadt en el idioma de los Túnicas Negras). Se hallaba a orillas del río Beaver, al noroeste de Fort Pitt.

Muchos de los Lenni Lenape resistieron las enseñanzas de los cristianos. Traían ron y organizaban fiestas salvajes y bailes junto a Langunto Utenuenk para tentar a los cristianos. Pero los cristianos (de quienes los Lenni Lenape sospechaban que estaban bajo un hechizo poderoso) no podían ser distraídos de su obra. Seguían tra- bajando en su granja, pagando sus deudas, compartiendo sus posesiones y reuniéndose para cantar y orar por las tardes.

Glikhikan, después de unos meses de observación, empacó sus cosas y se fue con su esposa y familia a vivir a Langunto Utenuenk. Allí escuchó hablar en una casa de reunión a uno de los misioneros moravos Túnicas Negras (a David Zeisberger, nativo de Zauchenthal, Moravia). Su corazón se quebrantó. Empezó a llorar y regresó a su hogar con lágrimas en los ojos. Luego hizo un compromiso, prometiéndole su vida al Hijo de Dios, y tuvo gran paz al bautizarse, no mucho antes de la navidad de 1770.

Unos meses después de su bautismo, Glikhikan (o Isaac, como ahora lo llamaban), salió en su primer viaje misionero al Valle del Río Ohio. Antonio, Jeremías, un jefe mingo convertido, David Zeisberger y otro hermano Lenni Lenape fueron con él. A todo lugar a donde fue, Isaac Glikhikan, debido al respeto que los indios sentían hacia él, encontró una audiencia dispuesta.

Sin embargo, al Jefe Custaloga, la conversión de Glikhikan lo desilusionó. “¿Qué esperas? ¿Piensas que obtendrás una piel blanca por aceptar la religión de esos hombres blancos?” Isaac Glikhikan le dijo que no. Él no quería tener piel blanca. Él quería conocer al Hijo de Dios y vivir con Él para siempre.

Otro líder tribal Lenni Lenape a quien llamaban Koque-thagakthon (Ojos Blancos), había sido el amigo de Glikhikan en su niñez. Cuando Koque-thagakthon le preguntó acerca de su conversión, Isaac Glikhikan le recordó acerca de una promesa que habían hecho ya hacía un buen tiempo. “¿Recuerdas cuando puse mi petaca de tabaco entre nosotros y te di permiso de tomar de ella por el resto de nuestra vida? ¿Recuerdas que entonces prometimos compartir todo, y que si uno de los dos encontraba algo bueno, se asegurara de informarle al otro? Bueno, pues yo he encontrado algo muy bueno y quiero compartirlo contigo. He encontrado una vida nueva en el Hijo de Dios.”

En varias ocasiones Isaac Glikhikan enfrentó peligro como cristiano. Pero él lo enfrentó sin armas. Cuando surgieron nuevas aldeas cristianas en el Valle Tuscarawas, los Wyandotte, una tribu gue- rrera del norte, cayó sobre ellas. Isaac Glikhikan salió a encontrarles, lleno de regalos para ellos y hablándoles palabras de paz. Pomoacan, el jefe Wyandotte, lo escuchó y no les hizo daño a los cristianos. No poco después de eso, durante la Guerra Revolucionaria, cuando una señorita cristiana escapó de los Wyandotte a caballo, Isaac Glikhikan se halló en problemas otra vez. La señorita, una ex prostituta india convertida, era su parienta. Los Wyandotte rodearon su casa, con sus armas y con clamores de guerra, listos para escalparlo pasmosamente en la noche. Isaac Glikhikan abrió la puerta, se paró en la luz de su lámpara, y el silencio cayó sobre todos. “Yo podría pelear contra ustedes,” dijo él. “Sé pelear y he escalpado a muchos guerreros antes de que ustedes diferenciaran su pie derecho de su izquierdo. Pero yo ya no peleo ni uso mi tomahawk (hacha india de guerra). Yo ahora peleo con el Poder del Gran Espíritu. Ya no peleo contra los que hacen el mal. ¡Peleo contra el mismo mal! Así que, aquí estoy en sus manos. Si quieren, pueden capturarme y llevarme ante su jefe.” Entonces los Wyandotte dejaron en paz a Isaac Glikhikan, pero no tardaban en venir más problemas. Hallándose entre los británicos y los americanos en la Guerra Revolucionaria, los cristianos indios del Valle Tuscarawas despertaron la sospecha de ambas partes. Por tratar a todos los hombres de igual manera, los indios cristianos les daban alojamiento a las bandas armadas de ambos bandos del conflicto bélico. Finalmente, el General Inglés de Fort Detroit, les ordenó a los Wyandotte expulsar a los creyentes del norte de Ohio.

La orden de Fort Detroit llegó en agosto. El maíz aún no estaba maduro y las calabazas estaban demasiado pequeñas como para poder ser cosechadas. Con gran tristeza, los indios dejaron atrás sus aldeas cristianas Gnadenhütten (Refugios de Gracia), Schönbrunn (Fuente Hermosa) y Salem (Ciudad de Paz). Su viaje por tierra fue largo y duro. Algunos niños pequeños murieron. La comida era escasa y, antes de que llegara el invierno en toda su totalidad, empezaron a enfrentar la inanición en el campo Wyandotte. Por varios meses, pudieron comprar y racionar el maíz. (Los blancos re- portan que aun en su cautividad, pagaban sus deudas y sólo compraban productos de primera necesidad). Pere para febrero, ya no había más. Las raíces comestibles habían mermado casi hasta agotarse. Entonces Isaac Glikhikan y casi cien personas con él, regresaron al Valle Tuscarawas.

Amigos tanto blancos como indios, les advirtieron acerca del peligro de regresar allá, a esa región afligida por la guerra. Pero su necesidad era tan grande que tuvieron que viajar de vuelta. Y allí, una banda de la milicia americana los encontró desenterrando maíz de debajo de la nieve en la aldea abandonada de Gnadenhütten, a principios de marzo.

Los hermanos indios recibieron a los americanos con su hospitalidad acostumbrada. Colonel David Williamson y sus hombres incluso fingieron estar interesados en la fe. Isaac Glikhikan y un ministro mayor que él, llamado Tobías, les hablaron fervientemente a los jóvenes soldados blancos. Los soldados incluso les dijeron: “¡Ustedes son buenos cristianos!” y llamaron al resto de los creyentes para reunirse el día siguiente.

Después de dos noches entre los cristianos indios, los americanos revelaron sus verdaderas intenciones. Hasta ese punto los habían engañado, hablándoles acerca de un nuevo lugar pacífico al que podían llevarles. Ahora, con cerca de noventa hombres, mujeres y niños reunidos ante ellos, los americanos cambiaron su historia. Empezaron a acusar a los cristianos indios: “Ustedes son guerreros,” dijeron. “Y sabemos que también son ladrones. Vean todas las ollas de metal, las herramientas y la ropa de hombres blancos que ustedes poseen. Ustedes robaron eso de nuestros establecimientos fronterizos.” Los hermanos se sorprendieron tanto que no podían hablar. “Ya no vamos a la guerra. Ya no le hacemos daño a nadie,” explicó Isaac Glikhikan. Pero los americanos no los escucharon. Hicieron una votación. Colonel Williamson les ordenó a sus soldados que los que estaban en favor de los cristianos dieran un paso al frente. Sólo dieciséis soldados lo hicieron, dejando a la mayoría a favor de matarlos de inmediato. Isaac Glikhikan, ex capitán del Clan Lobo Lenni Lenape y veterano muy experimentado en muchas batallas en el desierto y un experto en el uso del toma- hawk (hacha india de guerra), miró a los americanos a los ojos y les dijo: “Pertenecemos a Cristo. Estamos listos para morir. Pero, ¿nos permitirían pasar sólo una noche más juntos en este lugar?” Sorprendentemente, los americanos lo permitieron. Pusieron a todos los hombres en una de las casas de madera de la aldea, y a las mujeres en otra. Allí, los cristianos indios se confesaron sus faltas, oraron juntos y cantaron. Toda la noche se animaron unos a otros y clamaron a Cristo, ante Quien sabían que tendrían que pararse después de eso.

La masacre empezó en la mañana del día siguiente. Al primero al que los americanos mataron y escalparon, fue a Abraham, un hermano anciano mohicano que había sido creyente por muchos años. Luego, siguieron los cinco ministros: Jonás, Cristian, Juan Martín, Samuel y Tobías; siete varones casados: Adán, Enrique, Lucas, Felipe, Ludwig, Nicolás e Israel; los hombres jóvenes: José, Marcus, Juan, Abel, Pablo, Enrique, Hans, Miguel, Pedro, Gottlob y David; y los niños: Cristian, José, Marcus, Jonatán, Cristian Gottlieb, Timoteo, Antonio, Jonás, Gottlieb, Benjamín y Juan Tomás. Muriendo con nombres cristianos, muriendo como Cristo perdonando y sin resistir en vez de tomar parte en la guerra, los creyentes indios de Gnadenhütten no resistieron a sus asesinos. Un hermano joven, Jacob, logró escapar y gatear debajo del piso de una de las “casas de matadero” donde los soldados tomaban a los creyentes en grupos de tres a cuatro, para aplastar sus cráneos con mazos de cobre. Pero corrió mucha sangre entre las tablas del piso. Él tuvo que huir. Salió a los bosques y fue uno de los sobrevivientes que regresó con el resto de los cristianos de Ohio. El otro sobreviviente fue un joven llamado Tomás. Los americanos lo dieron por muerto entre una pila de cadáveres. Pero en la noche, cuando todos se habían ido, él llegó gateando, sangrando y aturdido hasta Neuschönbrunn, en donde recibió ayuda. Las mujeres cristianas indias murieron al igual que los hombres: sin resistir a los americanos. Una tras otra: Amelia, la esposa de Jonás,

Agustina, la esposa de Cristian, y otras siete mujeres casadas: Cornelia, Ana, Juana Salomé, Lucía, Lorel, Rut y Juana Sabina. Las hermanas solteras de quienes los soldados americanos también jalaron con brusquedad velos blancos de oración para poder escalparlas, fueron Catalina, Judith, Cristiana, María, Rebeca, Raquel, María Susana, Ana y Betsabé (hijas del ministro indio Josué), Juliana, Elisabeth, Marta, Ana Rosina y Salomé. Luego hubo once niñas pequeñas: Cristina, Lea, Benigna, Gertrudis, Ana Cristina, Ana Salomé, María Elisabeth, Sara, Ana (la hija de María la viuda) y Ana Elisabeth. Además de ellos y de cinco buscadores no bautizados, los americanos mataron a porrazos a doce bebés (demasiado pequeños como para ser escalpados).

Isaac Glikhikan, líder de los cristianos indios en Gnadenhütten, no fue el primero en morir. Tal vez se quedó para animar a los nuevos creyentes y a los niños. Tal vez quiso animar a las hermanas también, que se hallaban en la otra casa. Pero cuando tomaron a su esposa Ana Benigna, para matarla, y a él también, él murió como había vivido: para Cristo, en quien él creía. Era el 10 de marzo de 1782. Fue el día de su última batalla… y de su mayor triunfo.

Ustedes, norteamericanos, latinos, negros, orientales, árabes, católicos, protestantes, bautistas, carismáticos… ustedes, o quienquiera que seas tú, ¿Has considerado vivir como Isaac Glikhikan? ¿Has considerado vivir como Jesús, sin importar lo que cueste ni lo que pase, sin importar cuán grande ajustamiento cultural involucre, y sin importar lo que esa decisión le provoque a tu carrera y a tu reputación? Nada se interpone entre tú y el glorioso triunfo en Cristo, excepto la cruz.

Un gran desánimo y un pesimismo amenazan con sobrevenir y dañar a muchos que buscan la verdad. Al oír lo que dicen, uno podría pensar que “el antiguo barco de Sion” se está hundiendo. ¡Pero no! Uno pudiera pensar que la comunidad del Señor está en problemas.

¡Pero no!

Cristo dijo: “Erguíos, ¡vuestra redención está cerca!” Pablo dijo que Dios quiere que todos los hombres “busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle, aunque cier- tamente no está lejos de cada uno de nosotros.” El Señor va adelante. ¿Correremos a alcanzarlo? No es necesario esperar a nuestros amigos. Tampoco es necesario esperar a nuestras iglesias, a nuestra esposa, nuestros hijos o nuestros padres. Es tiempo de levantarnos y seguir como hicieron los pescadores de Galilea, los anabaptistas de Suiza y los indios del Valle Tuscarawas.

Si no hemos orado a Cristo, ahora es el momento. Nadie puede seguirle si teme hablar directamente con Él. “El que a Mí viene, no le echo fuera… Yo soy el Camino… Todo el que ve al Hijo y cree en Él, tiene vida eterna; y Yo le resucitaré en el día postrero.”

El Espíritu de Cristo llena a aquellos que pasan tiempo viendo Su vida y Sus enseñanzas en los evangelios, especialmente en El Sermón del Monte. No es mucho material. Pero es suficiente, y entre más tiempo pasa uno con él, más extenso se vuelve. Sobre todo, cuando la Voz de Cristo es entendida, tiene que ser seguida. Yo creo que al ustedes “los de afuera,” “griegos,” y “siro fenicios” hacer eso, se lograrán obras maravillosas. Tal vez no sea la última de ellas el reorientar y movilizar lo que queda del movimiento anabaptista.

Nosotros, los descendientes de los anabaptistas, hemos resultado ser un grupo con el cual es difícil trabajar. Aprendemos muy lentamente (pues pensamos que ya lo sabemos todo). Odiamos el cambio, aunque sea para bien. Nos es casi imposible admitir que estamos mal, o que alguien más tiene una mejor manera de hacer las cosas. Somos aislados, orgullosos y tenemos justicia propia. Pero muchos de nosotros, poco a poco, estamos llegando a darnos cuenta de que sin ustedes y sus convicciones, nuestro movimiento seguramente se desintegrará más y morirá. Ustedes tienen grandes y muchas cosas que enseñarnos, acerca de alcanzar a los pobres, acerca del perdón y la equidad, acerca de mantener sencillo el evangelio. ¡No nos dejen!

El movimiento anabaptista nunca fue más fuerte que cuando consistía de más de cien mil “nuevos cristianos” sin ninguna persona experimentada entre ellos para decirles cómo se hacen las cosas.

El Secreto

del reino de Dios les ha sido dado, les dijo Cristo a sus seguidores, y unos pocos pescadores, un publicano y una multitud multicolor y diversa de creyentes de Jerusalén, partieron para trastornar el mundo. Tuvieron éxito.

En el siglo dieciséis en Europa, los anabaptistas, predicando de noche en las ciudades, en las calles y en los bosques detrás de cercas y barandillas, empezaron a hacer lo mismo. ¿Cuál era su secreto? En este libro podrás saber lo que ellos lograron mientras que recordaron el secreto, y lo que perdieron cuando lo olvidaron.

¿Fue su secreto un retorno a la Biblia? No, eran más que sólo biblistas o fundamentalistas. ¿Fue un retorno al modo apostólico? No, eran mucho más que guardadores de tradiciones. Ni el fundamentalismo ni el tradicionalismo jamás han mantenido unido al Cristianismo ni lo han hecho trabajar y operar bien. El “secreto del reino de Dios” es pasmosa e imponentemente sencillo. Con sólo dos palabras, Cristo se lo reveló a sus amigos, quienes, después de comprenderlo, llegaron a un repentino conocimiento de la voluntad de Dios, de la Biblia entera, y del modo correcto de vivir.

El propósito de este libro es ayudar a muchos más a entender lo mismo.

  • volver al indice