Una anabaptista que dio a la luz en la Cárcel

En 1637, atraparon al ministro Hans Meyli, de Horgberger, en los Alpes llenos de nieve, al sur del lago Zúrich, en Suiza. Lo juzgaron y lo metieron a la mazmorra del Castillo de Oetenbach, pero después de tres semanas, él escapó. Las autoridades protestantes (de la Iglesia Reformada de Zwinglio) estaban furiosas. Hicieron búsquedas continuas por las casas y acosaban a los creyentes. Treinta Täuferjäger (cazadores de anabaptistas) descubrieron dónde vivían los Meylis, y con sus espadas desenvainadas y sus armas de fuego, asaltaron la casa, abriéndose paso a machetazos por las puertas y aventando cosas alrededor para encontrar al ministro que había escapado. Maldijeron y blasfemaron a Dios. Cuando se dieron cuenta de que no estaba allí, ellos tomaron cautivos a sus dos hijos, Hans Junior y Martín Meyli. Martín ya estaba casado y tomaron a su esposa y la ataron fuertemente. Su nombre era Ana. Tenía un bebé de catorce semanas, a quien le arrebataron, para darlo a gente de la iglesia estatal para que lo cuidaran. Llevaron a los cautivos a Zúrich, los juzgaron, y los pusieron en la mazmorra del Castillo de Oetenbach.

Les quitaron las ropas a los varones y los ataron al piso de piedra, por veinte semanas. Los torturaron con arañas y con orugas espinosas. Les daban agua y comida apenas para mantenerlos vivos. Pero los prisioneros no se retractaron. Después de un año, los dos hombres lograron escapar “con conciencias incontaminadas” y después de dos años, el viernes santo de 1641, Ana escapó también. Huyeron de un lugar a otro, pero la gente los traicionó. Ana cayó en manos de los Täuferjäger otra vez, y fue encarcelada, primero en Oetenbach, y después en la cárcel de Spital. Esta vez, ella estaba embarazada. La dejaron encadenada hasta que le llegó el trabajo de parto. Entonces la desencadenaron para tener a su bebé, y “con la gracia y la ayuda de Dios”, ella escapó otra vez. Después de que su esposo la encontró, huyeron por todas las montañas a través del Bosque Negro, hacia Alemania.

Esa mujer, Ana (Baer) Meyli, es parte de mi ascendencia, hace once generaciones. Cuando me arrepentí y decidí seguir a Cristo a la edad de quince años, yo sólo quería seguirla en el camino angosto–el anabaptista camino angosto–a la vida eterna. Pero no estaba seguro de cuál era ese camino.

Vivíamos entre las veinticinco clases de Menonitas y Amish, en un condado densamente poblado en el sur de Ontario. Incluso nuestra colonia Hutterita local se había dividido en dos grupos en una propiedad. Desde lo más “liberal” hasta lo más “conservador”, allí estaba representada cada color del anabaptismo. Cada grupo decía ser el heredero legítimo de la “herencia anabaptista” que todos teníamos en común, y todos decían estar caminando por el camino angosto. Pero sus profesiones de fe se revolvían en mi mente. Durante los 1950s, el grupo de mis padres (que se había dividido de otro en 1917) sufrió una profunda crisis interna. Mis padres habían participado en establecer al grupo en el que yo nací y pasé mi niñez. Cuando yo tenía 13 años, entramos a otro alboroto y mi padre se volvió el ministro de una nueva hermandad. Luego, dos años después, prácticamente nos desintegramos, y ahora, para el tiempo en el que yo ya era un adolescente, no asistíamos a ninguna iglesia.

Que todavía existía un verdadero remanente de la verdadera iglesia en algún lugar–seguramente en algún lugar–entre todos los grupos de los descendientes de los anabaptistas, sentíamos que era seguro. Mi padre hablaba acerca de viajar a los Estados Unidos y visitar todos los grupos que lucieran como una posibilidad de una iglesia “Bíblica”. Tomó el Mennonite Yearbook (Anuario Menonita), e hizo una lista de las congregaciones cuyos ministros no poseían teléfonos. Pero teníamos poca esperanza de que el viaje hiciera algún bien. Toda nuestra vida la habíamos vivido en una lucha constante alrededor de asuntos que involucraban el uso de sierras cinta, cuellos tipo clericales (como regla de la iglesia), estufas de petróleo, baños con alcantarilla, el número de los pliegues en los velos de las mujeres, jaladeras cromadas para puertas de alacenas o armarios, sillas para estar en el césped, líneas blancas pintadas (en la pared), baños con palanca o cadena para desalojo en el desagüe, graneros sin pintar, implementos del establo pintados, techos en los silos, cilindros hidráulicos, motores para los molinos o picadores de grano, lentes de contacto… las posibilidades de estar en desacuerdo parecían interminables, y sabíamos que los ánimos se hallaban elevados. Mis padres, ahora excomulgados y evitados por tres grupos, enfrentaron tremenda animosidad y rencor por todas partes. Todos mis treinta y seis tíos y tías (incluyendo los tíos políticos) vivían en un radio de diez millas alrededor de nuestra casa. Todos manejaban carretas y caballos y se vestían con ropa oscura hecha en casa, pero de estos, había muchos a quienes yo nunca había conocido, y en cuyas casas nunca había estado. No conocía a la mayoría de mis primos (algunos de los cuales se criaron a una corta distancia de nuestra casa) y ahora, cuando mi abuelo murió a cien millas, los mensajeros pasaban de largo y no nos informaban acerca de ello.

Mis padres nunca titubearon en su dedicación a las creencias anabaptistas. Seguían buscando algo indicado entre todos los grupos. Una de mis hermanas tenía contacto con los Amish. Pero yo me volvía, los domingos por la tarde, a los escritos anabaptistas… Después, una tarde fría de 1975, un stadtler (un hombre de la ciudad) llegó del invierno canadiense a la tenue luz de nuestro establo- caballería en el que yo estaba trabajando. Su auto se había deslizado del camino y se había atascado. Yo lo saqué con el equipo pesado y me dio 15 dólares. Otro hombre me dio 10 dólares por la misma razón y empecé a buscar nevadas frescas para ayudar a más gente atascada en la nieve. Con mi dinero compré Los escritos completos de Menno Simons, la Aelteste Chronik Der Hutterischen Brüder, el Ausbund, el Artikel Und Ordnungen Der Christlichen Gemeinde y otros libros anabaptistas- Menonitas que pude pagar. Un amigo de nuestra familia, J. Winfield Frtetz, del Colegio Conrado Grebel, se interesó de manera especial en mis estudios. Me dio varios libros valiosos y desconocidos y me dirigió a los archivos de los Colegios Menonitas de Canadá y Estados Unidos. Otro profesor Menonita, Frank H. Epp, se volvió un amigo personal mío y una inspiración para mí. Me dejo “trabajar” en sus manuscritos no publicados y me introdujo a las preocupaciones sociales anabaptistas.

Tiempo después conocí a un refugiado de la Segunda Guerra Mundial. Este hombre, que vivía en la ciudad de Kitchener, Ontario, conocía la historia y poseía muchos escritos anabaptistas desconocidos sin traducir. No era particularmente un historiador, ni un estudioso experto, pero pasaba horas conmigo, que entonces era un joven de quince años; llamándome intensa y fervorosamente a algo más… a algo más allá de lo que yo conocía, a un territorio extraño y emocionante.

Fue durante mis contactos con este hombre, y mientras leía la literatura que él me dio de los anabaptistas del sur de Alemania y de Moravia, que empecé a percibir, por primera vez, una pista de su secreto. Empecé a sentir un poder increíble detrás de sus escritos, el poder de un mundo venidero, de un tiempo cuando el hombre sea libre… ¡y seremos su pueblo y Él reinará en paz!

Más allá de la oscuridad y melancolía de cuatro siglos, más allá de los túneles de lo tradicional, lo histórico, y lo académico, empecé a ver una nueva luz extraña en las narraciones de aquellos que iban a la muerte “con ojos radiantes.” Débilmente al principio, pero lenta y seguramente, se posó sobre mí como adolescente el hecho de que esta luz del cielo sería seguramente vuelta a abrir, y que algún día soplaría un fuerte viento y se irían las nubes y las gotas de lluvia… y las tinieblas me dejarían, y vería el brillo del sol, mientras camino… mientras camino… un nuevo camino. Este nuevo camino ha sido más largo, más rudo, y más angosto de lo que yo esperaba, y definitivamente me está llevando a donde yo no planeaba ir. Me está llevando de la cobertura de un antecedente establecido desde hace mucho tiempo, a la cruda incertidumbre de salir, sin saber a dónde ir ni con quién ir. Me está llevando de las riquezas de mi “herencia gloriosa” a una soledad espantosa– la soledad de la cruz, donde todos los hombres son pobres. Me está llevando de las tradiciones familiares de mi niñez, a un mundo desconocido que da temor, donde no cuentan los antecedentes o contextos, donde se deben tomar con calma terribles consecuencias, donde los vistazos a la noche oscura hacen que la sangre se congele… con visiones de recibir odio y rechazo, de recibir denunciaciones religiosas estridentes, fiera oposición de parte de mi familia y mis amigos, visiones de un mundo de coacción, armas de fuego y homicidios, de calabozos, de torturas sangrientas, de traición, terror y muerte…. He descubierto que este nuevo camino, es el camino de la mujer que dio a la luz en la cárcel. ¿Quieres tú estar en caminar por este camino? Si no, olvídate acerca de encontrar el secreto de la fuerza y deja de leer este libro.

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